Cd. Victoria, Tam.- Emplear el nombre de una estación del año para describir etapas de inconformidad y cambio, está muy lejos de representar un concepto sólido en el campo de las ciencias sociales.
Muy apenas se aproxima a una metáfora periodística, un mote popular cuyo sabor romántico empieza desde las imágenes que evoca su significado literal.
Elementos comunes los hay entre los diversos casos de efervescencia ciudadana desde sus referentes clásicos (París, Praga y México en 1968) hasta la ola de rebeldía que hoy barre con dictadores y reyezuelos al norte de África (Túnez, Argelia, Libia, Egipto) en eso que llaman Magreb.
Aunque también afloran las diferencias. La primavera española que arranca en 1975 tras la muerte de FRANCISCO FRANCO tuvo, sin duda, un desenlace productivo.
Abrió una transición eficaz que en muy poco tiempo incorporó su economía cerrada al mundo europeo y convirtió al viejo Estado fascista en una monarquía parlamentaria donde los socialistas ya han gobernado dos veces.
La primavera de Praga, en cambio, duró unos cuantos meses (de enero a agosto de 1968) y terminó con la irrupción sangrienta de los tanques rusos.
Su contemporánea mexicana acabó también con un baño de sangre que hoy (44 años después) seguimos recordando con un dejo de amargura cada 2 de octubre.
No muy distinto fue el colofón fatal que enterró la esperanza de los estudiantes chinos, aplastados en la Plaza Tiananmen el 4 de junio de 1989.
De Magreb a Levante los resultados son disparejos. Caen dictaduras añejas, pero no se respira una apertura que libere a los medios de la censura y a las mujeres de su shador, el velo que cubre la mitad de su rostro y simboliza su exclusión.
El elemento común de todas las primaveras contadas (y por contar) sería la esperanza, ante un pasado que los inconformes ven representado en formas de gobierno y estructuras económicas injustas, aunque también (mire usted que interesante) modelos obsoletos de moral social.
La contracultura anglosajona en los años sesentas (jamás calificada como “primavera”) combinó banderas radicales con una crítica feroz a las costumbres rígidas del puritanismo protestante.
El fin de la dictadura en España lleva aparejada una alegre impugnación de la moralina imperante, aparejada al renacimiento de la música popular, el cine de autor, la plástica y la literatura.
Paradoja estimulante. Las adolescentes modosas del cine franquista (por demás ñoño y banal) se convertirán, ya cuarentonas, en las divas del “destape” que legitimará pulsiones largamente confinadas mientras gobernó el sátrapa que se asumía “generalísimo y caudillo por la gracia de Dios”.
La transición mexicana tras la masacre en Tlatelolco no fue tan eficiente ni tampoco ha ido tan rápido. Sigue abierta y de hecho es asignatura pendiente proyectada, hoy como ayer, hacia un futuro incierto.
La reforma impulsada bajo el lopezportillato y desde la Secretaría de Gobernación a cargo de JESUS REYES HEROLES (1977-1978) fue tan sólo un punto de partida de donde zarpamos hace 35 años sin alcanzar aún tierra firme.
Los seis gobiernos transcurridos desde 1977 no han podido fructificar ni en una reforma definitiva ni en un sistema maduro y estable de partidos.
Todavía hoy, la organización más importante de la izquierda mexicana (el PRD, antes PMS, antes PSUM, antes PC) tiene en su agenda un nuevo nombre para el entrante 2013, bajo el cíclico sueño de refundación y fusión, en la eterna búsqueda de su identidad final.
Por mencionar dos casos, el Partido Socialista Obrero Español fue fundado en 1879 (hace 133 años) mientras que el Partido Socialista Francés nació en 1902 (hace 110 años).
Ambas organizaciones lucen hoy una tradición ininterrumpida de lucha, bajo la misma denominación e idénticas siglas.
No hay, sin embargo, un modelo único de primavera política. Entre tantas referencias, la mexicana deberá elegir su propio destino.