Cd.
Victoria, Tam. – En una ciudad norestense
de cuyo nombre no quiero acordarme, la hermana de un aspirante a mandatario se
sacó hace unos años la residencia que sorteaba su partido para recaudar fondos
destinados a campañas.
Sobre el mismo litoral, tantito más al
sur, otro gobernante de piel algo oscura, se ganó dos premios grandes de la
Lotería Nacional.
Al respecto, los escépticos insistían en
interpretar tales golpes de fortuna como favores especiales de la cúpula
magisterial que por entonces tenía control sobre la paraestatal.
Cosas así ocurren en este México nuestro,
donde el destino parece operar con reglas diferentes, despertando toda suerte
de susceptibilidades, sospechas, murmuraciones, conjeturas sin fin.
Aunque luego, el padre tiempo se encarga
de sanar cualquier reclamo mediante el eficaz bálsamo del olvido. O casos
peores, más novedosos, desplazan a la noticia, la mandan a páginas interiores,
para convertirla en efeméride ocasional.
Hoy en día tenemos un ejemplo
interesante. Cierto joven y diligente regidor, de sonrisa pronta y estilo
ejecutivo, a quien la diosa fortuna tocó su puerta para obsequiarle el carro
que la misma institución donde trabaja estaba rifando entre contribuyentes
puntuales.
Le tocó y ni modo (opinan los defensores
del caso). Nada hay por hacer cuando la suerte repiquetea con tal insistencia y
desde afectos tan cercanos.
Otros piensan que habría incurrido en
una vieja práctica ampliamente conocida en la tradición burocrática cueruda.
Cierto personaje muy dado a las rifas
cuyos premios siempre quedaban en manos de un pariente cercano. Su frase de
batalla era: “se la sacó Cheché mi hermano” y caso cerrado.
En verdad, lo que no se corrige tiende a
repetirse. De hecho, la impunidad es la madre de todas las reincidencias. Por
ello vemos estas prácticas multiplicarse en diversos niveles, sin mayor asomo
de culpa.
Esto, en ausencia de contrapoderes, sin
pluralidad política efectiva, contralorías, supervisiones de cuenta pública y
demás herramientas de la democracia.
Cuando dichos mecanismos no funcionan o exhiben
un margen amplio de inoperancia ocurren cosas así.
Se abren agujeros, rendijas, entre leyes
y reglas, para colar decisiones poco ortodoxas en beneficio de particulares,
sin que nadie mueva un dedo para impedirlo.
Así es la política mexicana. Aunque amigos
conocedores de geografías más amplias insistan en recordar que fenómenos similares
(incluso idénticos) se registran con regularidad en naciones de centro y Sudamérica.
Haciéndolo extensivo, incluso, al resto del tercer mundo, Asia, África,
Oceanía.
Ahí, donde el control ciudadano
languidezca o falle, habrá quien tome decisiones por cuenta propia en perjuicio
del erario. Es decir, para beneficio propio y de grupos cercanos, amigochos y
amigochas.
Durante el tormentoso tránsito de los regímenes
socialistas centroeuropeos a modelos de economía abierta, ocurrieron (por
centenares) casos así.
Si la impunidad (como arriba apunto)
facilita el parto de la reincidencia, cabe añadir que la discrecionalidad abre
la puerta al patrimonialismo.
Apropiación de recursos que (solo en
teoría) son de todos, pero en la realidad cruda, pertenecen a quien los regentea.
Le llaman opacidad, aunque (ya entrados
en metáforas) sería más propio calificar el fenómeno (al estilo americano) como
oscuridad.
Presupuestos negros, dicen los gringos
(ni grises, ni opacos, negros) según versiones, porque en un principio era
tinta china lo que tachaba renglones completos relativos al ejercicio del gasto
público.
Tinta que luego fue reemplazada por plumones
indelebles y después por menús y comandos de programas tipo Excel (bases de datos)
que cumplen exactamente el mismo cometido.
Trapacerías exitosas y bien armadas, sin
asomo de duda.