jueves, 10 de agosto de 2017

Cheché mi hermano

Cd. Victoria, Tam. – En una ciudad norestense de cuyo nombre no quiero acordarme, la hermana de un aspirante a mandatario se sacó hace unos años la residencia que sorteaba su partido para recaudar fondos destinados a campañas.
Sobre el mismo litoral, tantito más al sur, otro gobernante de piel algo oscura, se ganó dos premios grandes de la Lotería Nacional.
Al respecto, los escépticos insistían en interpretar tales golpes de fortuna como favores especiales de la cúpula magisterial que por entonces tenía control sobre la paraestatal.
Cosas así ocurren en este México nuestro, donde el destino parece operar con reglas diferentes, despertando toda suerte de susceptibilidades, sospechas, murmuraciones, conjeturas sin fin.
Aunque luego, el padre tiempo se encarga de sanar cualquier reclamo mediante el eficaz bálsamo del olvido. O casos peores, más novedosos, desplazan a la noticia, la mandan a páginas interiores, para convertirla en efeméride ocasional.
Hoy en día tenemos un ejemplo interesante. Cierto joven y diligente regidor, de sonrisa pronta y estilo ejecutivo, a quien la diosa fortuna tocó su puerta para obsequiarle el carro que la misma institución donde trabaja estaba rifando entre contribuyentes puntuales.
Le tocó y ni modo (opinan los defensores del caso). Nada hay por hacer cuando la suerte repiquetea con tal insistencia y desde afectos tan cercanos.
Otros piensan que habría incurrido en una vieja práctica ampliamente conocida en la tradición burocrática cueruda.
Cierto personaje muy dado a las rifas cuyos premios siempre quedaban en manos de un pariente cercano. Su frase de batalla era: “se la sacó Cheché mi hermano” y caso cerrado.
En verdad, lo que no se corrige tiende a repetirse. De hecho, la impunidad es la madre de todas las reincidencias. Por ello vemos estas prácticas multiplicarse en diversos niveles, sin mayor asomo de culpa.
Esto, en ausencia de contrapoderes, sin pluralidad política efectiva, contralorías, supervisiones de cuenta pública y demás herramientas de la democracia.
Cuando dichos mecanismos no funcionan o exhiben un margen amplio de inoperancia ocurren cosas así.
Se abren agujeros, rendijas, entre leyes y reglas, para colar decisiones poco ortodoxas en beneficio de particulares, sin que nadie mueva un dedo para impedirlo.
Así es la política mexicana. Aunque amigos conocedores de geografías más amplias insistan en recordar que fenómenos similares (incluso idénticos) se registran con regularidad en naciones de centro y Sudamérica. Haciéndolo extensivo, incluso, al resto del tercer mundo, Asia, África, Oceanía.
Ahí, donde el control ciudadano languidezca o falle, habrá quien tome decisiones por cuenta propia en perjuicio del erario. Es decir, para beneficio propio y de grupos cercanos, amigochos y amigochas.
Durante el tormentoso tránsito de los regímenes socialistas centroeuropeos a modelos de economía abierta, ocurrieron (por centenares) casos así.
Si la impunidad (como arriba apunto) facilita el parto de la reincidencia, cabe añadir que la discrecionalidad abre la puerta al patrimonialismo.
Apropiación de recursos que (solo en teoría) son de todos, pero en la realidad cruda, pertenecen a quien los regentea.
Le llaman opacidad, aunque (ya entrados en metáforas) sería más propio calificar el fenómeno (al estilo americano) como oscuridad.
Presupuestos negros, dicen los gringos (ni grises, ni opacos, negros) según versiones, porque en un principio era tinta china lo que tachaba renglones completos relativos al ejercicio del gasto público.
Tinta que luego fue reemplazada por plumones indelebles y después por menús y comandos de programas tipo Excel (bases de datos) que cumplen exactamente el mismo cometido.
Trapacerías exitosas y bien armadas, sin asomo de duda.