lunes, 8 de mayo de 2017

Rubén Narváez

Cd. Victoria, Tam.- Fui su lector, antes de entablar con él una relación de trabajo que luego se convertiría en fructífera amistad.
Su llegada a Victoria a finales del gobierno manotuista había refrescado al columnismo regional con un estilo irreverente y mordaz de ejercer la crítica. Humor cínico, cáustico, ilustrado.
Un amigo mutuo, PEDRO ALFONSO GARCÍA, nos puso en contacto, gracias a lo cuál recibí la invitación de sumarme a la plantilla editorial del MERCURIO.
Así nació INTERIORES, nombre raro cuyo origen (suelo pensar) tiene algo que ver con un filme de WOODY ALLEN.
Hombre solitario, ni esposa ni hijos, NARVÁEZ vivió apegado a libros y columna (DIAGNÓSTICO POLÍTICO) primero en escondrijos del centro y luego en su casona al norte de la ciudad.
Conversador sustantivo, riguroso, exigente, acometía la problemática del momento con la misma firmeza con que ponía punto final, en forma tajante, a sus visitas.
Inmensos los pinos del patio, lugar de caminatas diarias donde alguna vez hubo conejos y pavorreales.
Espacio que en los últimos años observaba el abandono propio del cansancio vital y unas finanzas inclinadas a mermar cuando la clase política se pobló de hombres y mujeres con la mitad de sus años.
-“Acaba uno rodeado de fantasmas”, solía evocar con sonrisa distante y voz resignada cada vez que moría un amigo, escritor, periodista, político de su generación.
Recuerdos, referentes, amistades irrecuperables. Aquella capital de los ochentas y noventas, cuando ocupó un lugar estelar en la opinión pública tamaulipeca.
Mundo que, de manera implacable, se empezó a alejar de él con el nuevo siglo y el rostro mutante del periodismo.
Tecnología, computadoras, Internet, correo electrónico, redes sociales. Utilerías que lo hacían sentir al mismo tiempo incómodo y ajeno.
Había cumplido 80 años el pasado 23 de diciembre, aquejado por una colección de dolencias propias de la edad.
La más reciente, azúcar, causó la debilidad por la que fue internado este viernes en la clínica del ISSSTE.
Lúcido todavía, pensante, publicó ese día su postrer trabajo (“Caballos de acero”) y, según me cuentan, empezaba a elucubrar el texto del lunes.
Le faltó tiempo. El sábado al mediodía falleció en dicho nosocomio este abogado tampiqueño que consagró su vida al periodismo de opinión y a quien no pocos políticos de las últimas décadas le habían concedido el rango de gurú.
Título que, por cierto, le disgustaba. Su opción deliberada por la soledad parecía encapsularse en una de sus frases favoritas: “conmigo poco, bueno y a sus horas.”
Hombre de paradojas, la admiración que se ganó a pulso estuvo siempre a prueba por sus arrebatos de misantropía.
Desconfianza perenne, enemiga del aplauso, inmune al halago.
Empeñado siempre en demostrar (y demostrarse) que no necesitaba mucho de la gente. Quien quisiera su amistad tendría que aceptarlo tal cuál.
Las listas de amigos (decía) como las buenas bibliotecas, se obtienen luego de varias purgas. Y no era broma.
Llegó al final con la misma planeación meticulosa que le caracterizó en vida. Dejó instrucciones claras de no ser velado ni sujeto de homenaje alguno. Cremación rápida y entrega inmediata de las cenizas a su familia.
En lo personal, durante largo tiempo me intrigó por qué hicimos clic desde el primer saludo, al calor del primer café.
Lo supe hasta muchos años después, releyendo un libro clave de mi adolescencia, “El Lobo Estepario” de HERMAN HESSE.
Ahora pienso que pude entender sin dificultad a don RUBEN, sin acobardarme ante su rudeza ni temer a sus dentelladas, porque tenía la experiencia previa, bien asimilada, de leer y releer las excentricidades de HARRY HALLER.
Lectura cuya marca aun conservo y hoy asocio de manera inseparable con el temperamento lobuno de RUBEN NARVÁEZ. Descansa en paz.