jueves, 9 de febrero de 2012
Utopía y voto razonado
Cd. Victoria, Tam.- No por romántica menos indispensable, la necesidad de que la razón intervenga en las intenciones del voto entrañaría hábitos que nuestro elector promedio no tiene.
El que sea capaz, por ejemplo, de optar más allá del impacto emocional, poniendo sordina a los uno y mil trucos del marketing.
No lo hace, ni forma parte de sus costumbres en épocas no-electorales, cuando debe distinguir entre marcas comerciales hacia las cuales marcha orientado por la peregrina guía de sus sensaciones, como los ratones de HAMELIN.
Contra el uso de la razón en el ejercicio del sufragio se levanta una multitud de fantasmas, aunque antes debiéramos preguntarnos lo que significa pensar verdaderamente una decisión electoral.
Decidir por un buen gobernante, antes que por un buen candidato sería un deslinde necesario. Lo primero no requiere lo segundo y lo segundo no lleva necesariamente a lo primero.
Ejemplo clásico: VICENTE FOX fue el abanderado que todo cuarto de guerra en cualquier parte del mundo habría envidiado: obediente, hueco, carismático, desparpajado, lenguaraz, con todo el imán propagandístico de alguien que genera ideas superficiales, pegajosas, invasivas y tan autorreplicantes como un virus informático.
El problema es que los asesores españoles y cubanos se van inmediatamente tras lograr el triunfo del magnífico candidato y no se quedan a padecer las torpezas e infortunios del pésimo presidente.
No permanecen lo suficiente para contemplar los estropicios de su obra maestra. Y la razón es muy sencilla: ellos no venden buenos gobiernos sino productos atractivos.
Reclamarle a un experto en mercadotecnia política por el fiasco que representó su cliente una vez convertido en gobernante es tan inútil como increpar al anunciante de papas fritas, pastelillos chatarra o refrescos embotellados por las cualidades nutricionales de su producto.
Aunque esto suene a “haikú”, lo cierto es que el anuncio se agota en el anuncio, la imagen en la imagen misma (mucho antes de probar el contenido), la publicidad en su mensaje y el candidato en su tiempo electoral, sin que responsabilidad alguna derive en acciones posteriores.
Para desgracia del elector, no hay todavía el equivalente a una PROFECO electoral a la cuál reclamarle por los artículos en mal estado, ensamblados defectuosos, promesas de resultados que luego representaron una pifia, ofertas que derivaron en fiasco y jamás cumplieron mínimamente con lo que prometían en sus empaques el día que los vimos en el exhibidor.
Masoquismo acaso, suelo recorrer con una mezcla de morbidez, temor, disfrute, esos espacios que abren los portales electrónicos para dar cabida a la opinión de los lectores, al calce de las noticias, artículos, columnas…
Los traigo a cuento ahora porque en la contextura de esos textos anónimos, especie de graffiti virtual, veo reflejarse la incultura cívica que hoy da forma a nuestros extravíos.
Y algo que me salta a la vista: en una nación sin voto razonado, la fidelidad a partidos y candidatos es hija de la lealtad futbolera.
Los participantes sin nombre que descargan su encono en esos foros defienden y odian al partido y candidato de sus preferencias con una devoción idéntica (calca lamentable) de quienes asumen como propia la suerte de los clubes deportivos, sus colores y símbolos.
El intercambio de ofensas y descalificaciones no varía mucho entre quienes discuten si el PEJE es mejor o peor que JOSEFINA y los que presumen que no hay más equipo que las Chivas Rayadas, los Tigres, los Pumas o el América.
Nuestra formación cívica es futbolera y las preferencias se rigen con la irracionalidad (afectiva, anímica) que generaciones atrás aprendimos de las liturgias a nivel de cancha, esas identidades colectivas bautizadas por la crónica del medio siglo con el nombre de fanaticada.
Sensación acaso demasiado inquietante para exorcizarla en una columna.
Habrá tiempo de volver.