lunes, 9 de septiembre de 2013

La gloria en los pies


Cd. Victoria, Tam.- No importaría mucho la suerte del equipo que presuntamente representa a 120 millones de mexicanos si no fuera porque en su nombre se gastan recursos, se entona el himno, se eleva el lábaro patrio y solemos otorgar a su suerte una importancia que no concedemos (por ejemplo) a la economía.
La crónica de sus fracasos, ese implacable ir y venir entre la esperanza y el desengaño, abre un abanico de preguntas en un país donde la televisión uniformó al país para volverlo mayoritariamente futbolero hace medio siglo.
Haciendo acopio de recuerdos juveniles, comentaba hace tiempo ENRIQUE KRAUZE que la dieta deportiva del mexicano era bastante más variada en los años cincuentas y sesentas.
El béisbol, el box y la lucha, incluso el futbol americano (razón para construir el Estadio Azul en 1946) diversificaban las opciones de público y practicantes.
Aún así, ya había equipos de balompié con antigüedad suficiente. El Guadalajara nace en 1906, América y Atlante en 1916, el Necaxa en 1923, igual que el desaparecido Club Marte.
La situación empieza a cambiar en 1959, cuando un empresario tampiqueño de nombre EMILIO AZCÁRRAGA VIDAURRETA adquiere el club América.
Aquel primer EMILIO (padre del “Tigre” AZCARRAGA MILMO y abuelo del joven AZCÁRRAGA JEAN) había incursionado en la radio (XEW) desde 1930 y en la televisión (Canal 2) en 1951.
Con la ayuda de los medios masivos, México se “futbolizó” a ritmo acelerado. Hoy ninguna otra disciplina podría competir con el deporte de las patadas en capacidad instalada, empresas formalmente constituidas y en la práctica escolar de niños y jóvenes.
Los cronistas suelen mencionar la palabra prosapia para referirse a su linaje o ascendencia ilustre.
Acaso la tenga, si le concedemos a dicha práctica una antigüedad centenaria, a la que se fueron sumando oficios (el narrador, el cronista), devociones populares (el amor por las Chivas es “una religión”, decía ANGEL FERNÁNDEZ) y negocios prósperos.
De ahí ese inmenso vacío que suele abatir a tantos mexicanos cuando observan a su selección caer ante equipos subprofesionales (Trinidad y Tobago, caso ejemplar) de inserción reciente en la historia deportiva y cuya población total cabe varias veces en el área metropolitana de Monterrey.
Me empezó a gustar el futbol cuando no había liguillas ni finales, pues el campeonato se obtenía siguiendo el modelo español, por conteo simple de los puntos logrados en la tabla única de equipos.
Contra dicha forma de organizar y premiar el esfuerzo se alzaron entonces las voces alertando contra la falta de interés (bajo rating televisivo, menor venta de entradas) en las fechas finales. En especial cuando algún equipo alcanzaba una ventaja inalcanzable y su coronación era asunto de mero trámite.
Por ello alguien discurrió que acaso fuera más interesante partir la tabla en dos para que su líderes jugasen una final, lo cuál aportaba a las temporadas un cierre de alto impacto.
Pero al tiempo esos dos finalistas se convirtieron en cuatro, pues alguno más pensó que sería justo incluir a los segundos lugares de cada grupo.
Siendo cuatro, entonces, los finalistas (con partidos a visita recíproca) los ingresos se elevaron sustantivamente.
Hoy en día la disputa ocurre entre los ocho mejor clasificados, para felicidad de quienes organizan y transmiten.
Negocio redondo. Hay antigüedad, se cuentan por millones sus consumidores cautivos, hay empresarios, infraestructura, medios especializados, todo.
Y una selección que (salvo rarísimas excepciones) va de fracaso en fracaso.
Habrá quien mistifique las cosas y se atenga a la psicología derrotista del mexicano.
O también quien recomiende contratar un director de teatro por aquello del pánico escénico que aqueja a los jugadores, en particular cuando ejecutan un penal.
Acaso el análisis que está pendiente tendría que apuntar hacia ese esquema organizativo que parece pensado en el éxito de propietarios y patrocinadores, en detrimento de la causa nacional.