Cd. Victoria, Tam.-
No importaría mucho la suerte del equipo que presuntamente representa a 120
millones de mexicanos si no fuera porque en su nombre se gastan recursos, se
entona el himno, se eleva el lábaro patrio y solemos otorgar a su suerte una
importancia que no concedemos (por ejemplo) a la economía.
La
crónica de sus fracasos, ese implacable ir y venir entre la esperanza y el
desengaño, abre un abanico de preguntas en un país donde la televisión uniformó
al país para volverlo mayoritariamente futbolero hace medio siglo.
Haciendo
acopio de recuerdos juveniles, comentaba hace tiempo ENRIQUE KRAUZE que la
dieta deportiva del mexicano era bastante más variada en los años cincuentas y
sesentas.
El
béisbol, el box y la lucha, incluso el futbol americano (razón para construir
el Estadio Azul en 1946) diversificaban las opciones de público y practicantes.
Aún
así, ya había equipos de balompié con antigüedad suficiente. El Guadalajara
nace en 1906, América y Atlante en 1916, el Necaxa en 1923, igual que el
desaparecido Club Marte.
La
situación empieza a cambiar en 1959, cuando un empresario tampiqueño de nombre EMILIO
AZCÁRRAGA VIDAURRETA adquiere el club América.
Aquel
primer EMILIO (padre del “Tigre” AZCARRAGA MILMO y abuelo del joven AZCÁRRAGA
JEAN) había incursionado en la radio (XEW) desde 1930 y en la televisión (Canal
2) en 1951.
Con la
ayuda de los medios masivos, México se “futbolizó” a ritmo acelerado. Hoy ninguna
otra disciplina podría competir con el deporte de las patadas en capacidad
instalada, empresas formalmente constituidas y en la práctica escolar de niños
y jóvenes.
Los
cronistas suelen mencionar la palabra prosapia para referirse a su linaje o
ascendencia ilustre.
Acaso
la tenga, si le concedemos a dicha práctica una antigüedad centenaria, a la que
se fueron sumando oficios (el narrador, el cronista), devociones populares (el
amor por las Chivas es “una religión”, decía ANGEL FERNÁNDEZ) y negocios
prósperos.
De ahí
ese inmenso vacío que suele abatir a tantos mexicanos cuando observan a su
selección caer ante equipos subprofesionales (Trinidad y Tobago, caso ejemplar)
de inserción reciente en la historia deportiva y cuya población total cabe
varias veces en el área metropolitana de Monterrey.
Me
empezó a gustar el futbol cuando no había liguillas ni finales, pues el
campeonato se obtenía siguiendo el modelo español, por conteo simple de los
puntos logrados en la tabla única de equipos.
Contra
dicha forma de organizar y premiar el esfuerzo se alzaron entonces las voces alertando
contra la falta de interés (bajo rating televisivo, menor venta de entradas) en
las fechas finales. En especial cuando algún equipo alcanzaba una ventaja
inalcanzable y su coronación era asunto de mero trámite.
Por ello
alguien discurrió que acaso fuera más interesante partir la tabla en dos para
que su líderes jugasen una final, lo cuál aportaba a las temporadas un cierre
de alto impacto.
Pero al
tiempo esos dos finalistas se convirtieron en cuatro, pues alguno más pensó que
sería justo incluir a los segundos lugares de cada grupo.
Siendo
cuatro, entonces, los finalistas (con partidos a visita recíproca) los ingresos
se elevaron sustantivamente.
Hoy en
día la disputa ocurre entre los ocho mejor clasificados, para felicidad de
quienes organizan y transmiten.
Negocio
redondo. Hay antigüedad, se cuentan por millones sus consumidores cautivos, hay
empresarios, infraestructura, medios especializados, todo.
Y una
selección que (salvo rarísimas excepciones) va de fracaso en fracaso.
Habrá
quien mistifique las cosas y se atenga a la psicología derrotista del mexicano.
O
también quien recomiende contratar un director de teatro por aquello del pánico
escénico que aqueja a los jugadores, en particular cuando ejecutan un penal.
Acaso
el análisis que está pendiente tendría que apuntar hacia ese esquema
organizativo que parece pensado en el éxito de propietarios y patrocinadores,
en detrimento de la causa nacional.