Cd. Victoria, Tam.- Fue el sueño incumplido de EDGAR HOOVER, el mítico fundador
del FBI: un policía por cabeza, no para garantizar la seguridad de cada
ciudadano sino (lo contrario) por recelar de todos como potenciales enemigos de
su gobierno.
Y habrá que
interpretar la palabra “todos” de la manera más literal posible pues HOOVER
incluía en su lista de sospechosos a los presidentes de la república (ocho en
total, desde CALVIN
COOLIDGE hasta RICHARD NIXON) a quienes sirvió durante 48 años como jefe supremo
del espionaje norteamericano, entre 1924 y 1972.
Recuerdo
esto mientras leo la tragedia que sacude a tres familias de legisladores
mexicanos asesinados en las últimas dos semanas.
El
viernes 7 de septiembre fue secuestrado el panista ANTONIO BELDEN, quien hasta
el último día de agosto ocupase la diputación local por el distrito XVIII de
San Pedro Garza García, Nuevo León.
A
los cuatro días, el martes 11, apareció muerto en el cercano municipio de Santa
Catarina.
Otros
cuatro días después, la noche del sábado 15 de septiembre, el sonorense ENRIQUE
CASTRO, diputado electo del PRI por el Distrito local XVII de Cajeme, murió tras
recibir cuatro impactos de bala mientras se encontraba afuera de su domicilio.
Y
en la tarde del domingo 16, el diputado tricolor por el Distrito XXV de
Nezahualcóyotl JAIME SERRANO fue apuñalado por dos desconocidos cerca de su
casa.
Valga
retomar el encabezado de este comentario: ¿Haría falta un policía por cabeza en
este país de espanto en cuyo espejo oscuro hoy cuesta tanto reconocernos?
Crisis
de seguridad, hambre de justicia. Necesario será el preguntarnos cuál de los
dos campos requiere atención más urgente.
En
ambos casos suele invocarse en tono sacramental la palabra “inteligencia”,
entendida esta como una suerte de panacea en cuya instrumentación abundan los
émulos de SHERLOCK HOLMES provistos de supercomputadoras capaces de escanear la
realidad, detectar los quistes de maldad social y erradicarlos como lo harían
los programas NORTON, KASPERSKY o McCAFEE en un disco duro.
Decirlo
es, desde luego, más fácil que concretarlo.
A
ras de tierra, si nos preguntamos (por ejemplo) qué ocurrió en Tamaulipas aquel
año negro del 2010 cuyas secuelas todavía sufrimos hoy, difícilmente diríamos
que fueron fallas de inteligencia.
El
error fue bastante más rudimentario y se llama omisión, pero en un grado
extremo rayano con la deserción.
De
poco sirve la inteligencia si no hay la voluntad política de ejercerla, sin cualidades
tan elementales como la valentía o el pundonor.
Las
instituciones del Estado prácticamente abandonaron el terreno y renunciaron a
la cobertura básica de vigilancia, cediendo de manera por demás explícita
vastos territorios a las fuerzas irregulares.
Se
diría que la gran derrota de aquel régimen ocurrió por default, por abandono
culposo de las obligaciones más elementales, porque desde el primer nivel se
renunció al ejercicio del mando, se ordenó tocar el clarín de retirada.
Frente
al vacío de poder, el enemigo se apoderó de las brechas y al no encontrar
resistencia avanzó sobre caminos vecinales para después posicionarse de
carreteras federales, asentar sus reales en libramientos y entrar partiendo
plaza por las calles principales.
Ofensiva
audaz, sin duda, que avanzó como cuchillo en mantequilla ante un gobernante
aterrado por su propia incompetencia, un procurador displicente al que parecía
no inmutarle nada y un gabinete de seguridad prácticamente inexistente.
Bajo
esas condiciones ocurrió el magnicidio que hoy todavía consterna a los
tamaulipecos, aquel lunes negro, camino al aeropuerto.
Renovado
el gobierno, el patrullaje efectivo de todas las corporaciones, la recuperación
de territorios, resultaban las metas más urgentes antes que cualquier tarea de
inteligencia, por necesaria que fuera.
En
esta etapa nos encontramos hoy, en ese largo interludio que va de la elección
al ascenso del nuevo régimen federal, de julio a diciembre.
Umbral
y compás de espera.