martes, 25 de septiembre de 2012

Nostalgia por los clásicos


Cd. Victoria, Tam.- Justamente cuando pensábamos que el crimen anónimo, despersonalizado, atomizado por la masa y carcomido bajo el salvaje ímpetu del número había dominado a nuestras secciones de nota roja, aparecen dos casos dignos de AGATHA CHRISTIE.
Consigné aquí la semana pasada los homicidios del legislador sonorense ENRIQUE CASTRO LUQUE y su colega mexiquense JAIME SERRANO CEDILLO, ambos del PRI, el primero en Cajeme, el segundo en Neza.
Acostumbrados como estamos a saber de muertes inexplicables y asesinos sin rostro, habituados a los cadáveres en fila despachados con rapidez industrial, de pronto no deja de sorprendernos que las policías retomen la lupa de HOLMES, DUPIN y POIROT.
¡El viejo oficio de levantar pesquisas!
CASTRO LUQUE habría recibido seis impactos de bala, mientras SERRANO CEDILLO falleció a resultas de un apuñalamiento profundo en el costado que le atravesó el corazón.
Hete aquí que todavía ocurren historias dignas de ser contadas. En el caso del sonorense, un suplente de nombre MANUEL FERNÁNDEZ FÉLIX desembolsó 40 mil pesos para ultimarlo.
La información ofrecida por el gobernador GUILLERMO PADRÉS abunda que el pago se hizo en dos partes (como corresponde al estipendio de cualquier servicio) la mitad por “adela” y el resto al concluir la chamba.
¿Tan poquito vale un cargo legislativo hoy en día?
Importa la psicología del victimario: las frustraciones de fondo que sin duda subyacen en alguien capaz de aspirar con tal vehemencia a la consecución de una meta tan modesta (¡Una curul!).
PADRÉS narra que el homicida esperó a su víctima frente a su casa y entonces…
-“Cuando llegó le pidió unas pinzas… el diputado le dice que no tiene, que no es mecánico… y es ahí cuando toma el arma, la acciona y descarga seis balazos.”
En la misma frecuencia encaja el caso de la viuda PATRICIA GRIMALDO, aquella que lloró frente al ataúd del marido al que apenas horas antes había victimado en la cocina de su casa, según relata la fiscalía basada “en 11 pruebas periciales y 30 testimonios”.
Este lunes un juez de Nezahualcóyotl le dictó formal prisión como sospechosa directa de haber empuñado el arma punzocortante (cuchillo de cocina, de los grandecitos) con la cuál segó la vida a SERRANO.
De nueva cuenta los motivos interesan: acaso celos, acumulación de agravios y (sin bien le va) legítima defensa ante la acometida del marido golpeador.
Tarea de investigadores, en efecto, como en los viejos tiempos.
En ambos casos destaca la displicencia con que la opinión pública reaccionó en un principio, culpando en forma mecánica (casi “por defecto”) al crimen organizado.
Lo cuál es sinónimo de impunidad automática, de autores incógnitos, carentes de razones específicas, que acaban con vidas por mero capricho, sin el menor ánimo de identificar siquiera a sus víctimas.
Cada día, semana, mes, las fosas comunes del país se nutren de acontecimientos así, donde tan fantasmales resultan los muertos como los verdugos.
Cuando el número nos apabulla y la explicación resulta innecesaria (barbarie a secas, punto) las habilidades detectivescas derivan en artificios sin sentido.
En algunos casos alcanzarán a llegar los chicos de periciales, a recabar huellas que no servirán para maldita cosa o fingir que levantan muestras sanguíneas, con brochas, pinzas y bolsitas de polietileno en mano.
Pero ocurre que el oficio de HOLMES, POIROT o DUPIN supone (y se sostiene) en la existencia de homicidios con un mínimo propósito.
Acciones deliberadas que se maquinan en función de metas específicas.
Preguntar que pasa cuando ninguno de estos motivos existe significa aterrizar en el Tamaulipas contemporáneo, en el México actual, el de los horrores sin causa.
De ahí, entonces, la nostalgia por los clásicos, cuando observar con lupa la escena del crimen tendría algún sentido, aportaba algo a la investigación.
Esto es, cuando había investigación, antes de que las tareas del forense se redujeran (como ahora) a la triste rutina de levantar cadáveres.