Cd. Victoria, Tam.- Justamente cuando pensábamos que el crimen anónimo,
despersonalizado, atomizado por la masa y carcomido bajo el salvaje ímpetu del
número había dominado a nuestras secciones de nota roja, aparecen dos casos
dignos de AGATHA CHRISTIE.
Consigné
aquí la semana pasada los homicidios del legislador sonorense ENRIQUE CASTRO
LUQUE y su colega mexiquense JAIME SERRANO CEDILLO, ambos del PRI, el primero en
Cajeme, el segundo en Neza.
Acostumbrados
como estamos a saber de muertes inexplicables y asesinos sin rostro, habituados
a los cadáveres en fila despachados con rapidez industrial, de pronto no deja
de sorprendernos que las policías retomen la lupa de HOLMES, DUPIN y POIROT.
¡El
viejo oficio de levantar pesquisas!
CASTRO
LUQUE habría recibido seis impactos de bala, mientras SERRANO CEDILLO falleció
a resultas de un apuñalamiento profundo en el costado que le atravesó el
corazón.
Hete
aquí que todavía ocurren historias dignas de ser contadas. En el caso del
sonorense, un suplente de nombre MANUEL FERNÁNDEZ FÉLIX desembolsó 40 mil pesos
para ultimarlo.
La
información ofrecida por el gobernador GUILLERMO PADRÉS abunda que el pago se
hizo en dos partes (como corresponde al estipendio de cualquier servicio) la
mitad por “adela” y el resto al concluir la chamba.
¿Tan
poquito vale un cargo legislativo hoy en día?
Importa
la psicología del victimario: las frustraciones de fondo que sin duda subyacen
en alguien capaz de aspirar con tal vehemencia a la consecución de una meta tan
modesta (¡Una curul!).
PADRÉS
narra que el homicida esperó a su víctima frente a su casa y entonces…
-“Cuando
llegó le pidió unas pinzas… el diputado le dice que no tiene, que no es
mecánico… y es ahí cuando toma el arma, la acciona y descarga seis balazos.”
En
la misma frecuencia encaja el caso de la viuda PATRICIA GRIMALDO, aquella que
lloró frente al ataúd del marido al que apenas horas antes había victimado en
la cocina de su casa, según relata la fiscalía basada “en 11 pruebas periciales
y 30 testimonios”.
Este
lunes un juez de Nezahualcóyotl le dictó formal prisión como sospechosa directa
de haber empuñado el arma punzocortante (cuchillo de cocina, de los
grandecitos) con la cuál segó la vida a SERRANO.
De
nueva cuenta los motivos interesan: acaso celos, acumulación de agravios y (sin
bien le va) legítima defensa ante la acometida del marido golpeador.
Tarea
de investigadores, en efecto, como en los viejos tiempos.
En
ambos casos destaca la displicencia con que la opinión pública reaccionó en un
principio, culpando en forma mecánica (casi “por defecto”) al crimen organizado.
Lo
cuál es sinónimo de impunidad automática, de autores incógnitos, carentes de razones
específicas, que acaban con vidas por mero capricho, sin el menor ánimo de
identificar siquiera a sus víctimas.
Cada
día, semana, mes, las fosas comunes del país se nutren de acontecimientos así,
donde tan fantasmales resultan los muertos como los verdugos.
Cuando
el número nos apabulla y la explicación resulta innecesaria (barbarie a secas,
punto) las habilidades detectivescas derivan en artificios sin sentido.
En
algunos casos alcanzarán a llegar los chicos de periciales, a recabar huellas
que no servirán para maldita cosa o fingir que levantan muestras sanguíneas,
con brochas, pinzas y bolsitas de polietileno en mano.
Pero
ocurre que el oficio de HOLMES, POIROT o DUPIN supone (y se sostiene) en la
existencia de homicidios con un mínimo propósito.
Acciones
deliberadas que se maquinan en función de metas específicas.
Preguntar
que pasa cuando ninguno de estos motivos existe significa aterrizar en el
Tamaulipas contemporáneo, en el México actual, el de los horrores sin causa.
De
ahí, entonces, la nostalgia por los clásicos, cuando observar con lupa la
escena del crimen tendría algún sentido, aportaba algo a la investigación.
Esto
es, cuando había investigación, antes de que las tareas del forense se
redujeran (como ahora) a la triste rutina de levantar cadáveres.