Cd. Victoria, Tam.- Al primero de diciembre próximo, doce años habrá permanecido
vacante el título honorífico del “primer priísta de México”.
El
último mandatario que lo portó, el doctor ERNESTO ZEDILLO, lo hizo a medias. Se
diría, incluso, que desmanteló la silla por etapas.
Su
gobierno (1994-2000) inició bajo la consigna de observar una “sana distancia”
hacia el partido que lo postuló, aduciendo que gobernaría para todos.
Renunciaría
luego al “dedazo” en la selección de candidatos a las gubernaturas, delegando la
tarea en los grupos políticos locales. Finalmente entregó la presidencia.
Por
ello, entre las interrogantes que hoy despierta el ascenso de ENRIQUE PEÑA
NIETO destaca la manera en que ejercerá el poder hacia el interior de su
partido.
Hay
versiones encontradas. Sus críticos más severos presagian una época de mano
dura, intolerancia y presidencialismo reconcentrado.
A
la inversa, el propio PEÑA NIETO se ha pronunciado en favor de un cambio
efectivo en su partido.
Los
verbos que más emplea el mexiquense son renovar, actualizar y reformar, según dice,
en función de “los tiempos modernos y de los tiempos democráticos”.
Aunque
ello no aclara, todavía, si permitirá a los comités estatales del PRI la
designación autónoma de sus candidatos a gobernadores, diputados y presidentes
municipales.
Se
diría que el PRI ha conocido ambos extremos y, al respecto, valdría ubicar tres
períodos:
(1)
Las siete décadas iniciales (1928-2000). Priva la sujeción absoluta de la
periferia al centro y el llamado “fiel de la balanza” palomea toda clase de
listas, en cargos federales y locales.
En
el rubro de los mandatarios estatales, la decisión venía indistintamente de Los
Pinos y la asumía el Presidente tras consultar a sus más allegados, los
titulares de Gobernación, el PRI y algunas voces cercanas.
(2)
Los años de la alternancia panista. Los comités estatales del tricolor cobran
una extraordinaria autonomía en la designación de todos los cargos regionales y
la gran decisión sexenal se vuelve asunto doméstico, en particular donde el PRI
es gobierno.
La
lógica cambió drásticamente. Para los aspirantes al más alto cargo estatal
perdió utilidad el tener grandes amigos en Bucareli, Insurgentes Norte o
Palacio Nacional, puesto que la decisión se tomaba en la capital de cada
estado.
(3)
Primero de diciembre del 2012. ¿Cuál será el rol del presidente en los asuntos
de su partido y hacia las decisiones que deban tomar los mandos regionales?
Al
respecto, desde los oráculos de café se suelen tejer escenarios apocalípticos que
profetizan el regreso del gran TLATOANI, cuya ferocidad se esmeran en describir.
Ese
todopoderoso presidencialismo mexicano (ahora “recargado”) cuya agenda incluye,
como primer inciso, el avasallamiento de las estructuras regionales.
No
obstante, una visión intermedia y bastante más mesurada podría indicarnos que
los comités regionales seguirían con un grado alto de autonomía en sus
decisiones, sólo que ahora supervisados desde el poder federal.
No
habría regla única para toda la república pues cada caso se vería por separado,
con el concurso de ambas instancias, la local y la nacional.
Los
poderes nativos conservarían un margen decoroso de maniobra, pero lo deberán
defender palmo a palmo en la mesa de la negociación con la cúpula central.
Mi
impresión es que el nuevo presidencialismo priísta se reservará el poder de
veto pero lo aplicará sólo en los casos donde una selección visiblemente errática
ponga en franco riesgo la victoria.
Habrá
recomendados del centro que vengan a hacer política doméstica, pero ya no en
los términos absolutistas que se acostumbraban antes del 2000.
La
pluralidad de fuerzas nacionales cada día más competitivas sería una razón
poderosa que impediría el retorno del centralismo arcaico.
Súmese
a ello, la experiencia imborrable de haber sido oposición estos 12 años y se
verá por qué una vuelta ciega al pasado resulta altamente riesgosa para el PRI.
Guste
o no, el país cambió y para bien.