Cd. Victoria.-
No se necesita mucha academia para
entender desde el observatorio periodístico el “timeline” de la desdicha
judeo-palestina gestada en cercano oriente.
Disputa feroz que hoy genera notas
de comprensible estridencia en las primeras planas de la prensa
mundial.
Apuntes de reportero, alrededor
del siglo 15 AC, cierta tribu nómada del desierto abandona su antigua economía
pastoril en busca de una más estable subsistencia agrícola,
sedentaria.
Los hebreos, en efecto, cumplirán
su sueño de renunciar a la vida errante y disponer de un territorio propio que
su deidad protectora (un tal YAHVÉ o JEHOVÁ) guarda para ellos en calidad de
“tierra prometida”.
El problema es que el lugar tenía
dueños perfectamente identificados, legítimos.
La tierra de Canaán (los valles al
oeste del Jordán) estaba escriturada en 31 ciudades-estado, bien armadas y
constituidas.
Cananeos, moabitas, amorreos,
jeruseos destacaban entre las tribus vecinas que habían consolidado economías
estables, con una forma de vida organizada y florecientes
culturas.
Señalo una en particular: los
filisteos (filistinos, palestinos) cuyo derecho sobre estos territorios sería
después conculcado brutalmente.
Hoy la historia consigna como el
genocidio de Canaán la campaña militar relatada en el libro sexto del Antiguo
Testamento donde los hebreos al mando del patriarca JOSUÉ toman para sí esos 31
reinos.
Puntualmente ahorcarán la mayoría de sus reyes, quemando ciudades y “pasando a espada” por orden divina a todos sus pobladores, entre hombres, mujeres, niños, ancianos.
Puntualmente ahorcarán la mayoría de sus reyes, quemando ciudades y “pasando a espada” por orden divina a todos sus pobladores, entre hombres, mujeres, niños, ancianos.
COARTADA
RELIGIOSA
Contada la historia por los
vencedores, el conquistador hebreo justificará su sanguinaria irrupción
aduciendo ser el “pueblo amado” de un dios presuntamente único, que además se
autodefine como iracundo, celoso y, por antonomasia,
excluyente.
La referida entidad les había
prometido un territorio, amen de culpar a los pobladores originales de
idolatría, es decir, de profesar una fe diferente al adorar a deidades locales
como BAAL y MOLOCH.
El genocidio de Canaán se
justificaría, según la versión de sus invasores, trasladándolo a una instancia
sobrenatural, calificando cualquier culto distinto como demoniaco y declarando a
sus fieles reos de muerte.
Puesto que esa tierra nunca fue de
ellos, en los siglos sucesivos les costará trabajo defenderla de enemigos
vecinos como los conquistadores babilonios, persas, griegos y romanos que
finalmente la someterán nombrándola provincia de
Judea.
En el año 135 DC, el emperador
PUBLIO ELIO ADRIANO decide terminar con las rebeliones que aquejaban la región y
ordena dispersar violentamente a los pobladores de origen hebreo (la llamada
diáspora) trasladándolos como esclavos a otras
regiones.
Más significativo aún, ADRIANO
decide modificar el nombre de la colonia para devolver la identidad a sus
pobladores originales: provincia de
Syria-Palestina.
Pasarán, pues, 18 siglos entre la
diáspora del 135 y la formación del actual estado de Israel materializada por la
ONU en 1948 para resarcir a los judíos de Europa de la persecución criminal
emprendida por ADOLFO HITLER.
Partirían en dos el territorio:
árabes en Jordania, judíos en Israel.
La decisión humanista de las
Naciones Unidas se topará sin embargo con una realidad incuestionable: la
población en ambos lados es mayoritariamente
palestina.
LA TRAGEDIA
ACTUAL
No hay respuesta fácil ante una
disputa tenaz que ha derramado sangre inocente en las sucesivas guerras de 1948
a la fecha, incluyendo la ofensiva de la aviación israelí que en semanas
recientes masacra a millares de familias en Gaza, con la complacencia de Estados
Unidos.
Difícil tomar partido. Los
horrores del antisemitismo en los campos de Auschwitz son tan condenables y
están tan presentes como el recurrente genocidio
palestino.
El punto medio es territorio de
nadie, entre otras razones por esa testarudez religiosa que, en ambos lados,
demoniza al adversario y le niega el carácter de interlocutor
válido.