jueves, 7 de agosto de 2014

Al oeste del Jordán

Cd. Victoria.- No se necesita mucha academia para entender desde el observatorio periodístico el “timeline” de la desdicha judeo-palestina gestada en cercano oriente.
Disputa feroz que hoy genera notas de comprensible estridencia en las primeras planas de la prensa mundial.
Apuntes de reportero, alrededor del siglo 15 AC, cierta tribu nómada del desierto abandona su antigua economía pastoril en busca de una más estable subsistencia agrícola, sedentaria.
Los hebreos, en efecto, cumplirán su sueño de renunciar a la vida errante y disponer de un territorio propio que su deidad protectora (un tal YAHVÉ o JEHOVÁ) guarda para ellos en calidad de “tierra prometida”.
El problema es que el lugar tenía dueños perfectamente identificados, legítimos.
La tierra de Canaán (los valles al oeste del Jordán) estaba escriturada en 31 ciudades-estado, bien armadas y constituidas.
Cananeos, moabitas, amorreos, jeruseos destacaban entre las tribus vecinas que habían consolidado economías estables, con una forma de vida organizada y florecientes culturas.
Señalo una en particular: los filisteos (filistinos, palestinos) cuyo derecho sobre estos territorios sería después conculcado brutalmente.
Hoy la historia consigna como el genocidio de Canaán la campaña militar relatada en el libro sexto del Antiguo Testamento donde los hebreos al mando del patriarca JOSUÉ toman para sí esos 31 reinos.
Puntualmente ahorcarán la mayoría de sus reyes, quemando ciudades y “pasando a espada” por orden divina a todos sus pobladores, entre hombres, mujeres, niños, ancianos.

COARTADA RELIGIOSA
Contada la historia por los vencedores, el conquistador hebreo justificará su sanguinaria irrupción aduciendo ser el “pueblo amado” de un dios presuntamente único, que además se autodefine como iracundo, celoso y, por antonomasia, excluyente.
La referida entidad les había prometido un territorio, amen de culpar a los pobladores originales de idolatría, es decir, de profesar una fe diferente al adorar a deidades locales como BAAL y MOLOCH.
El genocidio de Canaán se justificaría, según la versión de sus invasores, trasladándolo a una instancia sobrenatural, calificando cualquier culto distinto como demoniaco y declarando a sus fieles reos de muerte.
Puesto que esa tierra nunca fue de ellos, en los siglos sucesivos les costará trabajo defenderla de enemigos vecinos como los conquistadores babilonios, persas, griegos y romanos que finalmente la someterán nombrándola provincia de Judea.
En el año 135 DC, el emperador PUBLIO ELIO ADRIANO decide terminar con las rebeliones que aquejaban la región y ordena dispersar violentamente a los pobladores de origen hebreo (la llamada diáspora) trasladándolos como esclavos a otras regiones.
Más significativo aún, ADRIANO decide modificar el nombre de la colonia para devolver la identidad a sus pobladores originales: provincia de Syria-Palestina.
Pasarán, pues, 18 siglos entre la diáspora del 135 y la formación del actual estado de Israel materializada por la ONU en 1948 para resarcir a los judíos de Europa de la persecución criminal emprendida por ADOLFO HITLER.
Partirían en dos el territorio: árabes en Jordania, judíos en Israel.
La decisión humanista de las Naciones Unidas se topará sin embargo con una realidad incuestionable: la población en ambos lados es mayoritariamente palestina.

LA TRAGEDIA ACTUAL
No hay respuesta fácil ante una disputa tenaz que ha derramado sangre inocente en las sucesivas guerras de 1948 a la fecha, incluyendo la ofensiva de la aviación israelí que en semanas recientes masacra a millares de familias en Gaza, con la complacencia de Estados Unidos.
Difícil tomar partido. Los horrores del antisemitismo en los campos de Auschwitz son tan condenables y están tan presentes como el recurrente genocidio palestino.
El punto medio es territorio de nadie, entre otras razones por esa testarudez religiosa que, en ambos lados, demoniza al adversario y le niega el carácter de interlocutor válido.