Cd.
Victoria, Tam. – Fue un mes de
septiembre, pero de 2014, cuando el presidente PEÑA NIETO, ante el denominado
grupo de los 300 mexicanos más influyentes, emitió su diagnóstico de que la
corrupción mexicana es un problema cultural.
La irritación generalizada en redes y
medios no se hizo esperar, al contemplar entrelazados (¡Por una relación causal!)
dos conceptos antagónicos.
La insana corruptela y la venerable
cultura. ¿Cómo era posible que un mandatario se atreviese a colocarlas juntas, hija
indeseable la primera de la segunda?
Pero haciendo a un lado el oprobio,
acaso en los términos que acostumbraba RUBEN AGUILAR, exvocero de VICENTE FOX (“lo
que el presidente quiso decir”) cabría sopesar el dicho de PEÑA en su dimensión
real.
Estamos hablando de una práctica
generalizada, omnipresente en todos los niveles socioeconómicos, con una
cantidad sorprendente de leyes no escritas, acuerdos tácitos, reglas implícitas
y valores entendidos.
Un léxico propio lo suficientemente
amplio para abarcar un diccionario completo. Formas de expresión que la
enmascaran para sortear la incomodidad de cualquier cuestionamiento moral.
Una práctica de uso común, con antigüedad
y arraigo, de carácter endémico, mutante y una capacidad de adaptación
asombrosa.
Por ello, acaso el error de EPN haya
sido calificarla con un concepto cuya respetabilidad le viene de la ilustración
europea y suele expresar los más altos valores humanos. La palabra cultura.
No obstante, la noticia es que el
lenguaje popular superó tal contradicción desde hace bastante tiempo. De haberlo
entendido PEÑA, le hubiera evitado algunos dolores de cabeza.
Bastaría haber añadido tres letras para
desactivar cualquier reclamo.
La corrupción, en todo caso, sería una
subcultura. Neologismo que ya hemos aceptado para referirnos (por ejemplo) a la
música, vestimenta y hasta la arquitectura de la delincuencia.
Decimos que los narco-corridos son una
subcultura, como los colores chillantes y su devoción por la Santa Muerte y nadie
protesta, ni se llama a duelo.
Con ese artilugio simple, el prefijo “sub”
le otorga, en automático, una jerarquía inferior (subordinada) a cualquier cosa
que nombremos.
Ello, sin provocar desmayos en cenáculos
intelectuales, círculos académicos o cualquier instancia defensora del lenguaje
políticamente correcto.
Porque “sub” significa literalmente “debajo”.
Y si pensamos en palabras como subterráneo, subrepticio o hasta submundo, la
corrupción encaja perfectamente.
Esas tres modestas letras le restan
prestigio y le bajan de categoría para abonarle (a cambio) una notable precisión
semántica.
En el subsuelo de los acuerdos tácitos,
se entienden el funcionario y el contratista, el jefe de adquisiciones y el
proveedor venal, el inspector de alcoholes y el expendedor de bebidas embriagantes,
la policía antidrogas y el burrero, el aduanal y el contrabandista, el
supervisor de salud y el vendedor callejero de comida descompuesta.
Apenas ayer, desde Río Bravo, el
gobernador CABEZA DE VACA acaba de lanzar una enérgica condena contra una de
las corruptelas más sutiles (y difíciles de combatir) como es el disimulo.
Pasividad que no deja huella, inacción
deliberada (y, por ende, cómplice) a la que años de práctica tenaz han dotado de
las más diversas expresiones.
El disimulo hace referencia a la
autoridad (municipal, en este caso) que mira para otro lado, se hace de la
vista gorda, no se da por enterada, aunque el delito se esté cometiendo (según la
expresión popular) “en sus narices”.
Y, desde luego, siendo una práctica que desarrolla
hábitos, rutinas y mentalidades que pasan de generación en generación, estaríamos
hablando, en efecto, de una subcultura.
Así, con el “sub” bien puesto, para que
no se enoje nuestra clase pensante.