Cd.
Victoria, Tam. Existe, sin duda, un
conflicto sentimental entre quienes aman a EDUARDO GALEANO (“Las venas abiertas
de América Latina”) pero odian encarecidamente el futbol.
El desaparecido escritor uruguayo (1940-2015)
cultivó una fascinación casi metafísica por el deporte de las patadas, el de
los 22 hombres que se disputan una pelotita con ferocidad militar.
En su amplia bibliografía que supera los
45 títulos publicados, al menos dos de sus libros están consagrados al tema: “Su
majestad el fútbol” (1968) y “El fútbol a sol y sombra” (1995).
El mismo GALEANO estaba consciente de
las malquerencias que encuentra esta disciplina entre la gente pensante, el desdén
del mundillo académico, artístico, literario.
Y lo expresaba con un aire socrático,
pregunta y respuesta:
- “¿En qué se parece el fútbol a Dios?”
- “En la devoción que le tienen muchos
creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales.”
No obstante, practicantes y aficionados
estarían de acuerdo con esa otra frase suya:
- “El gol es el orgasmo del fútbol”.
En aras del sano equilibrio, el propio
EDUARDO se encargaría de hacer un recuento de todas las diatribas que sabios y
eruditos de la más diversa idiosincrasia, han lanzado contra esta práctica y su
existencia misma.
Pan y circo, idolatría de la pelota, opio
de los públicos, imposición capitalista que castra a las masas, mediatiza y
desvía su energía revolucionaria.
Triunfo del instinto animal a costa de
la razón humana, distracción para una plebe que piensa con los pies, donde los obreros
atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de
clase.
Y recuerda, puntual, la burla de RUDYARD
KIPLING, cuando ya en las postrimerías del siglo XIX hablaba de “las almas
pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan”.
Aunque también recupera los elogios de
ANTONIO GRAMSCI, al definirlo como “el reino de la lealtad humana ejercida al
aire libre.”
Ciertamente, GALEANO exploró todas las
repercusiones sociales y económicas de este deporte donde “la cancha es un
embudo y en la boca está el área”.
Competencia cuya autoridad central, el
árbitro “es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible
y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera.”
Ello, aunque el centro de su atención (nudo
de su pasmo, quid de su mayor asombro) sería la relación íntima, mística, dialéctica,
entre el futbolista y la pelota.
OPERACIÓN
ADRENALINA
Y, bueno, muchas ideas de este corte nos
llegan hoy a la memoria, invaden charlas de oficina, cuando nos enteramos de la
atroz reyerta colectiva vivida entre partidarios de los dos equipos regiomontanos,
el domingo pasado, Tigres y Rayados.
Episodio sangriento donde los segundos parecieron
ratificar su viejo apodo de “la pandilla”, aunque observaciones imparciales
distribuyen a partes iguales la responsabilidad del tumulto.
Paradoja que llega sin buscarla. La
noticia mundial ocurrió afuera del estadio, la batalla campal entre porristas y
la golpiza brutal (vejación incluida) contra un incha felino. En la cancha, un mediocre
empate a ceros.
Nada que antes no hayamos visto en geografías
deportivas tan distantes y distintas como la europea, donde se rinde culto al Spartak
de Moscú, el Ajax de Ámsterdam, el Partizán de Belgrado y el Panathinaikos de
Atenas.
Hinchadas, ultras, barras bravas, hooligans,
ejércitos irregulares con un margen amplio de participación espontánea para convertir
cada partido en un infierno.
Esos pleitos que hace tres o cuatro
generaciones se libraban a puñetazos y hoy incluyen palos, piedras y bombas pestilentes.
Hogueras callejeras, actos vandálicos, demencia
organizada con abundante alcohol, cuyos devotos se suman por centenares para
retar abiertamente a los policías antimotines con un gozo cercano a la adrenalina
de una pamplonada.
Fuerzas telúricas que, por igual, han
escalado en Latinoamérica hasta convertirse en una tradición brutal junto al Botafogo
de Brasil, River Plate de Argentina, Peñarol de Uruguay.
Más lo que ya sabemos del futbol
mexicano: Tigres, Águilas, Chivas, Pumas, Tuzos…
A lo que ahora se suma el mundo árabe
donde la fanaticada egipcia, saudita, turca, parece estar trasladando los
métodos de la guerra santa a los estadios.
En defensa del soccer, necesario es
registrar eventos semejantes que son también práctica regular en estadios de beisbol,
hockey sobre hielo o futbol americano. La rivalidad en las canchas que
encuentra su par en la rivalidad callejera.
PROPAGANDA
BÉLICA
En las cavilaciones referidas arriba, EDUARDO
GALEANO se hace eco de una vieja máxima antropológica que supone a la
competencia deportiva como un sucedáneo pacífico y muy necesario de la guerra.
En palabras del autor uruguayo: “fútbol,
ritual sublimación de la guerra, once hombres de pantalón corto son la espada
del barrio, la ciudad o la nación.”
Aquí es donde encajaría la
responsabilidad de empresarios, propietarios de clubes y toda su parafernalia
de socios, patrocinadores, publicistas y medios que han convertido el deporte
de masas en un gigantesco negocio común.
Es cierto, la disputa en las canchas (no
de ahora, desde hace un siglo) puede dejar atrás su condición de guerra
sublimada para adquirir dimensiones de gresca verdadera, con todos los
elementos de un combate: pólvora, sangre, muertos, golpeados, arrestos al por
mayor.
Aunque nadie debe olvidar el papel fundamental
que juegan quienes ofertan este producto, los que cobran la taquilla y el patrocinio
en las transmisiones.
¿Estás vendiendo una guerra?, eso vas a
encontrar, tarde o temprano, afuera y adentro de la cancha. ¿Le imprimes ese
ánimo a las barras que tu club financia?, con dicha inclinación llegarán al
estadio.
Los conductores mismos, antes, durante y
después del partido, no escatiman en palabrería bélica: “choque en la cumbre”, cuando
identifican un triunfo con verbos como “aplastar”, “destrozar”, “apalear”, “hacer
papilla”.
Toda la nobleza, pues, que puede
brindarnos una disciplina deportiva, se esfuma cuando sus regenteadores y
publicistas impregnan el espectáculo con un espíritu de circo romano. Ganancia
rápida en efecto, pero a un costo infame.