Cd.
Victoria, Tam. – La anécdota viene de
una aldea afgana ocupada por el ejército talibán. Igual pudo ocurrir en Siria,
Irak, Jordania o Pakistán.
Entre las diversas formas de intimidación
empleadas por las milicias islámicas figuran amenazas terribles contra familias
completas que no se dobleguen o no cooperen lo suficiente con el ejército de
ocupación.
Menudean los mensajes escritos en ese extraño
alfabeto de urdimbres horizontales, arabescos que elevan sus puntas como
trinchetes, para serpentear de nuevo. emulando la silueta de una montaña o la
cresta de una ola.
En tal jerigonza llega el amago. La
promesa de matar, violar, mutilar, cortar manos, cercenar cráneos a familias completas,
sin hacer excepción de niños, ancianos, mujeres. Y hasta el perro de la casa.
La exigencia terminante es cooperar con los
terroristas, pagar algún tributo, permitir que los jóvenes de la familia sean
reclutados para convertirse en sicarios.
Amén de obedecer la Sharia (ley
islámica), practicar el Salat (adoración diaria), recitar el Corán (libro
sagrado) y apoyar con toda suerte de recursos la Yihad (guerra santa).
Los estudiosos de la psicología social
podrían decirnos mucho sobre el miedo colectivo. Tan grande es la importancia
que se concede a dichas amenazas (entre otras razones, porque suelen cumplirse)
que, sin demora, generan respuestas automáticas de sometimiento, apremiante huida
o (al menos) de alarma entre sus destinatarios. Es como si les hubiera caído
una maldición.
NICHO
DE OPORTUNIDAD
Y aquí viene lo interesante. Siendo una
conducta predecible cuyas relaciones causa–efecto están a la vista de todos, de
pronto alguien descubrió que tendría aplicación en otros campos.
Entre ellos, resolver asuntos meramente personales.
Menesteres tan diversos como el ajuste de cuentas a viejos enemigos.
Llámense rival amoroso, deudor moroso, vecino
molesto, jefe déspota, subordinado holgazán, condiscípulo inoportuno, profesor cruel,
colega vanidoso, comerciante cicatero, competidor desleal, vendedor abusivo y
hasta por antipatía gratuita.
Proliferan, entonces, mensajes apócrifos
que emplean la terminología, el método, la ferocidad de los originales, pero no
provienen realmente del terrorista musulmán, sino que nacen y circulan de
manera horizontal entre la misma sociedad civil.
El inefable gozo (sádico, sin duda) de
ver al malqueriente pegar de gritos, gesticular como poseído, alzar los brazos
al cielo, empacar a toda prisa sus pertenencias y salir corriendo de la aldea mirando
hacia atrás con ojos de pánico ante el posible acoso del depredador.
Y sucedió lo inevitable. Las autoridades
civiles tomaron nota del fenómeno y decidieron aplicarlo contra adversarios políticos,
partidos opositores y periodistas incómodos.
Nacida como herramienta de terror
religioso, la amenaza anónima encontró aplicación como instrumento al servicio
de la intimidación oficial. De la policía política.
El pavor es el mismo. No hay tiempo de
averiguar si el recado viene en verdad de un jerarca islámico o se trata de una
imitación elaborada por particulares, alguna truculencia burocrática y hasta una
broma de mal gusto.
Ante la perspectiva de sufrimientos
innombrables, la única alternativa es poner distancia de inmediato, dejar
trabajo, escuela, barrio y hasta localidad.
Ello, al menos, mientras las potenciales
víctimas investigan de dónde viene la amenaza, se toman el tiempo de medir sus
alcances y averiguar si es real o ficticia.
Fenómeno digno de reflexión. Que la
maldad se presente estratificada en variedad de capas, bajo diversas caretas y
disfraces. Como en los casos de personalidad múltiple, resulta difícil
identificar desde cuál instancia se están comunicando.
Su eficacia en materia de control social
está fuera de toda duda.