jueves, 21 de diciembre de 2017

Niño pobre, muerto rico

Cd. Victoria, Tam. – Lo veo trepado en un deportivo de lujo, convertible naranja, asientos en piel negra, de dos plazas. ¿Marca?... Lo más parecido que encuentro en la red es el Porsche Boxster, de modelo no muy reciente.
Juguete caro para un joven de 17 años que tiempo atrás era lavacoches, de padre desconocido, madre que renuncia a criarlo y lo pone al cuidado de la abuela en Navolato, Sinaloa.
A los 14 se fuga de su casa para dedicarse a la vagancia, donde se distingue por su temeridad. Es frontal, de mecha cortísima, precipitado, a ratos noble, juguetón.
Ayudante también en un negocio de banquetes, desarrolla pronto una fascinación superlativa por el alcohol que consume a pico de botella con avidez sorprendente.
Chaparrito, regordete, piel morena, cara redonda, frente amplia y grandes ojos oscuros, el whiskey fluye de la garganta al estómago en chorros largos.
Hay fotos de muy niño fumando un envoltorio chamuscado que no parece tabaco. En algún video, sobre una mesa próxima, un puñado de polvo blanco.
Hay muchas historias así en todo el país. Vivir rápido, con la mayor intensidad posible, terminar pronto, es el trágico destino de chavos como JUAN LUIS LAGUNAS, el autonombrado “Pirata de Culiacán”.
El plus de la fama le habrá de llegar porque, sin mayor escolaridad, desarrolla una destreza notable para interactuar en redes sociales. Pronto se gana a pulso un lugar en el oficio que será su distintivo.
Es un “youtuber” que desde el celular (o una laptop de la manzanita) extiende su fama a Instagram, Twitter, Facebook.
Celebridad repentina. De la nada subió como la espuma, tenía seguidores por millares en la costa del Pacífico.
Su altanería se había convertido en espectáculo, con la asimilación temprana de la subcultura mafiosa. Las frases clave del “slang” norteño que, con poco esfuerzo, lo dicen todo.
Memorizó rápido y con gran naturalidad la mirada retadora, la postura erguida y echada hacia atrás de los grandes capos (el Mayo, el Chapo) y hasta la manera de gesticular.
Le añadió la omnipresente leperada, el lenguaje amenazador. Y con ello el culto a su propio éxito, dinero en los bolsillos, ropa cara, parranda eterna rodeado de jovencitas, compas, plebes.
Comer, beber, posar ante la cámara con disfraz de sicario, cachucha o sombrero ranchero, aparatos de radiofrecuencia cruzados al pecho, diversas armas de asalto, incluyendo ese fusil de doble tambor coloquialmente llamado “huevo de toro”.
La popularidad le acomoda bien. Es gancho de venta para raperos, gruperos, cantantes de norteño, que le hacen un lugar en sus videos musicales. Le pagan,
Un medio de California (la estación Ke-Buena de Los Ángeles) lo entrevistó el verano pasado. En apariencia, el niño perdido empieza a desvanecerse.
En su lugar asoma un joven de traje café oscuro y mocasines al que su interlocutor aborda con desmedido respeto.
Con apenas dos años de fama en las redes (2016-17) cualquiera diría que va en camino de convertirse en celebridad. Piensa en cantar, ser artista.
Ya le han compuesto corridos, su popularidad crece, pero el gusto por el exceso no disminuye. Y nadie le ha enseñado el valor de la discreción, de la cautela, el silencio.
Se diría que fueron tres años de vértigo, entre los 14 que sale de su casa y los 17 en que fue cocido a balazos mientras bebía con sus amigos en un bar de Guadalajara, conocido como “Los Menta2 Cántaros”.
La prensa consigna que en algún momento de sus borracheras profirió amenazas contra un alto jefe delictivo.
Aunque una rápida mirada a sus videos en YouTube permite ver que lo hacía sin distingos. Al final, poco importa la identidad de sus verdugos.
Pudo ser cualquiera y eso no cambia la tragedia de un niño de la calle cuyo modelo de éxito más cercano lo precipitó a una vida de vértigo que terminó precozmente en la tumba.