Cd.
Victoria, Tam. – Lo veo trepado en un
deportivo de lujo, convertible naranja, asientos en piel negra, de dos plazas. ¿Marca?...
Lo más parecido que encuentro en la red es el Porsche Boxster, de modelo no muy
reciente.
Juguete caro para un joven de 17 años
que tiempo atrás era lavacoches, de padre desconocido, madre que renuncia a
criarlo y lo pone al cuidado de la abuela en Navolato, Sinaloa.
A los 14 se fuga de su casa para
dedicarse a la vagancia, donde se distingue por su temeridad. Es frontal, de
mecha cortísima, precipitado, a ratos noble, juguetón.
Ayudante también en un negocio de
banquetes, desarrolla pronto una fascinación superlativa por el alcohol que
consume a pico de botella con avidez sorprendente.
Chaparrito, regordete, piel morena, cara
redonda, frente amplia y grandes ojos oscuros, el whiskey fluye de la garganta
al estómago en chorros largos.
Hay fotos de muy niño fumando un
envoltorio chamuscado que no parece tabaco. En algún video, sobre una mesa
próxima, un puñado de polvo blanco.
Hay muchas historias así en todo el país.
Vivir rápido, con la mayor intensidad posible, terminar pronto, es el trágico
destino de chavos como JUAN LUIS LAGUNAS, el autonombrado “Pirata de Culiacán”.
El plus de la fama le habrá de llegar
porque, sin mayor escolaridad, desarrolla una destreza notable para interactuar
en redes sociales. Pronto se gana a pulso un lugar en el oficio que será su
distintivo.
Es un “youtuber” que desde el celular (o
una laptop de la manzanita) extiende su fama a Instagram, Twitter, Facebook.
Celebridad repentina. De la nada subió
como la espuma, tenía seguidores por millares en la costa del Pacífico.
Su altanería se había convertido en
espectáculo, con la asimilación temprana de la subcultura mafiosa. Las frases
clave del “slang” norteño que, con poco esfuerzo, lo dicen todo.
Memorizó rápido y con gran naturalidad
la mirada retadora, la postura erguida y echada hacia atrás de los grandes
capos (el Mayo, el Chapo) y hasta la manera de gesticular.
Le añadió la omnipresente leperada, el
lenguaje amenazador. Y con ello el culto a su propio éxito, dinero en los
bolsillos, ropa cara, parranda eterna rodeado de jovencitas, compas, plebes.
Comer, beber, posar ante la cámara con
disfraz de sicario, cachucha o sombrero ranchero, aparatos de radiofrecuencia
cruzados al pecho, diversas armas de asalto, incluyendo ese fusil de doble
tambor coloquialmente llamado “huevo de toro”.
La popularidad le acomoda bien. Es gancho
de venta para raperos, gruperos, cantantes de norteño, que le hacen un lugar en
sus videos musicales. Le pagan,
Un medio de California (la estación Ke-Buena
de Los Ángeles) lo entrevistó el verano pasado. En apariencia, el niño perdido empieza
a desvanecerse.
En su lugar asoma un joven de traje café
oscuro y mocasines al que su interlocutor aborda con desmedido respeto.
Con apenas dos años de fama en las redes
(2016-17) cualquiera diría que va en camino de convertirse en celebridad. Piensa
en cantar, ser artista.
Ya le han compuesto corridos, su popularidad
crece, pero el gusto por el exceso no disminuye. Y nadie le ha enseñado el
valor de la discreción, de la cautela, el silencio.
Se diría que fueron tres años de
vértigo, entre los 14 que sale de su casa y los 17 en que fue cocido a balazos
mientras bebía con sus amigos en un bar de Guadalajara, conocido como “Los
Menta2 Cántaros”.
La prensa consigna que en algún momento
de sus borracheras profirió amenazas contra un alto jefe delictivo.
Aunque una rápida mirada a sus videos en
YouTube permite ver que lo hacía sin distingos. Al final, poco importa la
identidad de sus verdugos.
Pudo ser cualquiera y eso no cambia la
tragedia de un niño de la calle cuyo modelo de éxito más cercano lo precipitó a
una vida de vértigo que terminó precozmente en la tumba.