Cd. Victoria, Tam.- Acaso
sea pedirle demasiado a una institución como la Iglesia Católica Romana que se
revolucione a sí misma cuando no ha pisado todavía la antesala de la
modernidad.
En este
sentido, resulta ingenuo esperar que la alta curia vaticana haga suyas las
banderas radicales expuestas por la Teología de la Liberación cuando ni
siquiera ha querido transitar los caminos hacia la equidad de género o la
transparencia administrativa, ni aún replantear antiguallas como el celibato o
la tesis creacionista.
Hace
ocho años, tras la muerte de JUAN PABLO II,
escribí en este mismo espacio (“WOJTYLA de carne y hueso”, 050404) que a pesar del uso intensivo del marketing, el
suyo fue un papado en extremo conservador.
Peor
aún, sus 27 años de reinado frenaron de golpe el proceso de apertura gradual
hacia posiciones progresistas que había venido operándose desde las
administraciones de JUAN XXIII (ANGELO RONCALLI) y PABLO VI (GIOVANNI MONTINI),
impulsores del largo y ecuménico Concilio Vaticano II (1962-1965).
Actualización
que estaba llamada a coronarse tras la muerte de PABLO VI y la llegada de un
papa más liberal como sin duda lo fue JUAN PABLO I (ALBINO LUCIANI) en agosto
de 1978.
Ello,
si no fuera porque este fallece en circunstancias por demás extrañas a los 33
días de su asunción, aparentemente
de un paro cardiaco.
Muerte
oportuna para los adversarios del cambio, se especuló mucho sobre un presunto
envenenamiento, quizás porque el regicidio por la vía de brebajes malignos es
una augusta tradición romana, de los césares a los MEDICI.
Y,
sobre todo, porque la gente estaba dispuesta a creer al periodista inglés DAVID YALLOP cuando señaló en su libro “In
god´s name” (“En el nombre de Dios”) que cardenales y banqueros del Vaticano
vinculados a la mafia habrían conspirado para matar al primer JUAN PABLO
(LUCIANI) buscando cortar de tajo su proyecto reformista.
Todo esto lo
señalé en aquel artículo del 2005 (4 de abril) tras anunciarse el deceso del segundo
JUAN PABLO (WOJTYLA) y cuando aún no se sabía que el sucesor sería el
cardenal bávaro JOSEPH RATZINGER.
Y, bueno,
sumando ambos mandatos consecutivos, los 27 años del papa polaco y los casi 8
del vicario alemán, contaríamos arriba de 35 años gobernados por un
conservadurismo de corte pre-conciliar, de espaldas al mundo, que le ha salido
bastante caro a la iglesia vaticana en términos de influencia, de poder
incluso.
Un molde rígido
que, para decirlo en términos llanos, ubica en un serio predicamento a la
institución católica en el mercado global de la fe.
El pontífice
entrante encontraría, pues, un panorama verdaderamente crítico ante (1) una
Europa secularizada que ha reducido sus templos a meros sitios turísticos o de
interés museográfico, (2) un Islam que no deja de crecer, incluso por arriba de
la media poblacional, (3) la gran plasticidad mediática que sin duda demuestran
las congregaciones cristianas nacidas de la reforma luterana y calvinista,
conocidas genéricamente como protestantismo, (4) la consolidación en tierras
occidentales de las llamadas religiones dhármicas: hinduismo, budismo, jainismo,
etc., (5) amén del encanto que sin duda despiertan las novedosas formas de
espiritualidad alternativa nacidas del sincretismo y englobadas en el concepto
“new age”.
Difícil
contexto para el cónclave que inicia mañana martes en Roma, pues en manos de
los 115 purpurados que decidirán el rumbo de la Iglesia Católica está la suerte
de una institución hoy por hoy vinculada al dilema de renovarse o perecer.
Elegir un tercer
vicario ultraconservador al hilo se antoja suicida. Acaso una opción sería recuperar
el camino modernizador perdido con la muerte de ALBINO LUCIANI en 1978. Esto
es, retomar el espíritu ecuménico del Concilio II marcado por JUAN XXIII y
PABLO VI.
Con el añadido,
por primera vez en 600 años, de que el papa anterior no yace en sepultura
alguna pues observa todo desde la penumbra.