Cd.
Victoria, Tam.- De todos los señalamientos
que podríamos hacer contra la administración y desempeños de FELIPE CALDERÓN
HINOJOSA, acaso haya un rubro donde debamos reconocer que acertó palmariamente.
Su advertencia
severa, terca y recurrente sobre el desfachatado tráfico de armamento que priva
en la Unión Americana.
Apenas el verano
pasado JORGE RAMOS, conductor de UNIVISIÓN y articulista del diario REFORMA, había
señalado que en Estados Unidos es más difícil comprar un medicamento que un rifle
de asalto.
Tengo todo esto en
mente cuando repaso los trágicos sucesos que hoy cubren de luto a la pequeña
comunidad de Newtown, Connecticut.
Todas las muertes
duelen, aunque la pena se encaja más hondo cuando se trata de vidas inocentes,
más grave aún si son niños.
Varias veces me he
ocupado en este espacio de las masacres cíclicas que conmueven a las escuelas
del vecino país, señalando, sobre la lógica de los hechos, que la frustración
es doble para el aparato de seguridad y de justicia norteamericano, jueces y
policías, a saber:
(1) Nada hay por
investigar puesto que en la inmensa mayoría de los casos, se trata de homicidas
espontáneos sin relación alguna con organizaciones terroristas ni fines políticos.
El asesino o asesinos actúan por patología pura, por eso que llaman “locura
americana”, peculiar forma de catarsis que de manera violenta (y en una sola
entrega) busca expulsar sus demonios.
(2) Y nada tampoco por
castigar porque en buena parte de estos episodios los homicidas se suicidan o son
liquidados por la policía.
Al final del día,
la sensación de impotencia se apodera de todos: padres de familia, maestros,
jefes policíacos y gobernantes. Sólo les resta llorar y cumplir con los
protocolos funerarios.
Y como dice el
propio RAMOS, con un dejo de pesimismo: “hasta la próxima”.
Lo cuál hace pensar
que la clave de esta calamitosa secuela de multihomicidios no está,
precisamente, en el lugar de los hechos.
Si dirigimos
nuestra mirada a Newtown, lo que vamos a encontrar es un veinteañero
desquiciado en quien concurre un problema de origen (Síndrome de Asperger, parecido
al autismo) y, en calidad de detonante, la separación de sus padres.
La explicación de
fondo no está ahí, por supuesto. La perspectiva debe ser más amplia y abarcar
en su conjunto el mapa estadounidense, la idiosincrasia y mentalidad propias de
una nación guerrera donde el culto a las armas parecería formar parte de su
identidad.
Entre GEORGE
WASHINGTON y BARACK OBAMA se cuentan con los dedos de una mano los gobiernos
que han permanecido ajenos a un conflicto bélico.
Imperio al fin, la
típica familia norteamericana tiene un bisabuelo que peleó en la Segunda Guerra
Mundial o en Corea, un abuelo veterano de Vietnam o de Camboya, padre, tíos o
hermanos que han desembarcado en Guyana, Panamá, Bosnia, Afganistán o en las
dos guerras del Golfo Pérsico.
Por si fuera poco,
en las raíces del pensamiento estadounidense, desde los padres fundadores,
existe la certeza de que la posesión indiscriminada de armas es parte esencial
de sus derechos fundamentales, del sueño americano y sus libertades básicas.
Arcaísmo del cuál
hoy medra el marketing de fabricantes y expendedores que alimentan el
fogón de la fiebre consumista como un símbolo de status social, como si fueran
electrodomésticos, perfumes o autos.
Juguetes caros y en extremo peligrosos, su adquisición
compulsiva ocupa hoy un renglón importante en la sociedad de consumo americana.
La devoción por las armas redunda pues en un culto a la
muerte que infecta a millones de hogares. Y esto los lleva a acumular, con afán
de coleccionista, mas artefactos de los necesarios para su legítima defensa.
La locura americana comienza ahí.
¿Cabria preguntar por qué una maestra de pueblo (madre y
primera víctima de ADAM LANZA) tendría en su casa fusiles
de asalto Bushmaster Patrolman’s M4A3, propios del ejército?
En efecto, la locura americana comienza ahí, en ese oscuro
amor por las armas.